La globalización neoliberal ha convertido la enfermedad en un negocio.
La industria farmacéutica ha convertido la enfermedad en un negocio. La globalización ha permitido el desarrollo de una nueva forma de poder, la farmacocracia, capaz de decidir qué enfermedades y qué enfermos merecen cura. El 90% del presupuesto dedicado por las farmacéuticas para la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos está destinado a enfermedades que padecen un 10% de la población mundial.
A pesar de que la ayuda internacional ha aumentado y los precios de los medicamentos han descendido en las últimas décadas, un tercio de la población mundial carece de los cuidados médicos adecuados. La codicia de las multinacionales farmacéuticas, las trabas burocráticas, los aranceles, y la corrupción de los propios gobiernos de los países empobrecidos hacen que más de 2.000 millones de personas se vean privadas de su derecho a la salud.
Millones de personas en Asia, Africa y Sudamérica sufren las llamadas enfermedades olvidadas, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Enfermedades como la filiarsis linfática, el dengue hemorrágico, la enfermedad del sueño, la oncocercosis o el mal de chagas, que afectan a más de 750 millones de personas y acaban con la vida de más de medio millón cada año. Enfermedades causadas en general por parásitos, transmitidas por medio de agua insalubre o por picaduras de insectos. Pandemias que caen en el olvido porque sólo afectan a las comunidades más pobres, víctimas que no tienen el dinero suficiente para pagar un tratamiento que es muy caro, ineficaz o, en muchas ocasiones, inexistente.
En la prestigiosa revista Foreign Policy se publica un reportaje titulado medicina rebelde en el que se narran diferentes historias de médicos valientes que, cansados por la situación, tratan de encontrar solución a las enfermedades olvidadas. Una de ellas es la del profesor Chaisson, un científico que ha estudiado la tuberculosis durante las dos últimas décadas.
Desde el descubrimiento de los antibióticos, hace más de 50 años, la tuberculosis ha dejado de ser una enfermedad incurable en los países desarrollados, pero aún afecta a más de 14 millones de personas en los países empobrecidos. El profesor Chaisson descubrió que el moxifloxacin, un antibiótico desarrollado por Bayer para combatir la neumonía, acababa con las bacterias de la tuberculosis. Después de probar con ratas la eficacia de este medicamento llamó a Bayer para recibir los permisos necesarios para experimentar el moxifloxacin con pacientes humanos. Nadie le cogió el teléfono, así que decidió ir a la Agencia del Medicamento Estadounidense (FDA) y entregar sus estudios grapados al package insert- documento con información sobre las propiedades y la composición de los medicamentos- que Bayer había entregado en la propia FDA en 1998 para que autorizase el moxifloxacin como tratamiento contra la neumonía. Chaisson recibió la autorización de la FDA y una ayuda de 1,3 millones de dólares para realizar sus ensayos con enfermos en Brasil. Bayer alega que se necesitaba un estudio a largo plazo que diese las garantías suficientes de calidad y eficacia, según sus propias investigaciones, el moxifloxacin necesitaba combinarse con otras medicinas para actuar contra la tuberculosis.
Chaisson sigue pensando que si Bayer hubiera catalogado este antibiótico para la lucha contra la tuberculosis, muchos médicos hubieran dejado de emplearla para enfermedades como la neumonía.
Al ser organizaciones empresariales que necesitan rentabilizar sus investigaciones y sus productos, las farmacéuticas han convertido la salud en algo por lo que se debe pagar. Si gastan tiempo y dinero tienen que ver su trabajo reflejado en balances con exageradas cifras positivas.
El caso del sida es un claro ejemplo de la diferencia que se les da a unas enfermedades o a otras según el nivel adquisitivo de quienes la padecen. En sus inicios, fue una enfermedad mortal de la que pocos habían escuchado hablar. Pero cuando comenzó a afectar a personas de los países desarrollados con capacidad de hacerse escuchar, asociarse y reclamar su derecho a la salud, las farmacéuticas desarrollaron medicamentos que convierten al Sida en una enfermedad crónica y no mortal. Aún así, más de cinco millones de personas mueren cada año por el VIH; la mayoría de los enfermos- nueve de cada diez infectados viven en países empobrecidos- no pueden pagarse los tratamientos adecuados.La vacuna del Sida podría llevar años encerrada bajo llave en la caja fuerte de alguna multinacional farmacéutica. Para ninguna sería rentable comercializarla, sobre todo si tenemos en cuenta que las personas que están más expuestas a esta enfermedad no podrían pagarla y que los enfermos de los países desarrollados ya pagan importantes sumas de dinero para pagar su tratamiento. Hasta en el mundo de los negocios existe una ética que no se puede olvidar, máxime en el campo de la salud, del dolor y de la enfermedad.
Por Alberto Sierra.
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