La industria farmacéutica ha convertido problemas cotidianos en enfermedades.
Oviedo, Rafael SARRALDE
La industria farmacéutica ha convertido en gran negocio la promoción de nuevas enfermedades que hasta hace poco eran simples problemas asociados al hecho de vivir: el envejecimiento, la tristeza o la soledad. Esta tesis es el punto de partida de «La invención de trastornos mentales», un libro que se publicará en las próximas semanas de Marino Pérez y Héctor González, catedrático y profesor titular, respectivamente, de Psicología de la Universidad de Oviedo.
¿Existe paranoia, una obsesión desmedida por la salud?
HÉCTOR GONZÁLEZ: En cierto modo sí, porque se promocionan determinadas enfermedades. Ahora todo el mundo está enfermo. No hay nadie sano.
MARINO PÉREZ: A la gente le gusta plantear los problemas cotidianos en términos de trastornos psicológicos. Para que sea así influye la industria farmacéutica, interesada en enseñar a la gente a adoptar un lenguaje clínico para sus problemas y entender esos problemas como resolubles desde un punto de vista médico.
¿Por interés económico?
M.P.: Claro. Hay una disciplina llamada «marketing farmacéutico» cuyo objetivo expreso es promover medicamentos. A veces se promueven enfermedades que luego necesitarán los fármacos que curiosamente ofrecen las mismas empresas promotoras. La industria farmacéutica ha llegado a definir la timidez.
H.G.: Como fobia o ansiedad social. Pero nosotros entendemos que si una persona tiene fobia social, la mejor solución para superar sus problemas de timidez pasa por el análisis de sus relaciones interpersonales.
O sea, que los tímidos son un negocio.
M.P.: Al nombrar la timidez como fobia social ya se supone que tiene una categoría clínica y que precisa de medicación.
H.G.: Se habla sin criterios científicos de una base biológica de la timidez, de unas alteraciones cerebrales que hay que tratar con fármacos. Para algunas personas esos fármacos pueden ser terapéuticos pero para otras pueden ser contraproducentes.
¿De qué fármacos hablan?
Los antidepresivos, como el Prozac, son los más conocidos, pero también hay muchos antipsicóticos de nueva generación para prevenir posibles trastornos.
¿Qué les sugiere la sentencia de que la depresión va a ser la gran epidemia del siglo XXI?
M.P.: La depresión puede ser un trastorno diagnosticado con mucha frecuencia. Pero sabemos que eso se debe a una cultura de la enfermedad. La gente ha interiorizado un vocabulario en términos de depresión para entender los problemas cotidianos y concibe estos problemas como trastornos mentales que supuestamente tienen origen biológico y para los que la farmacología encuentra una solución mágica. Uno de los mercados que se está abriendo ahora es el de los psicofármacos en China. Se ha calculado que unos cien millones de chinos pueden estar deprimidos sin saberlo. Dentro de diez años, esos chinos van a aprender un lenguaje para descubrir su trastorno mental.
¿Vivimos en una sociedad sobremedicada?
H.G.: Sin duda. En España los psicofármacos se han convertido en los medicamentos más vendidos por detrás de los medicamentos para problemas cardiovasculares o la hipertensión.
M.P.: Hay una tendencia a convertir problemas normales en depresión. Antes era un trastorno más raro y menos grave. Se hablaba de trastorno depresivo. Tenía el rango de adjetivo, no de sustantivo como ahora. En los últimos veinte años, con el lanzamiento del Prozac, que se ha convirtió en fenómeno social, se extendieron los criterios de diagnóstico a la población en general. No dudamos de la existencia de la depresión sino que ésta se deba a una alteración bioquímica que no es conocida ni tampoco es necesario suponerla porque las propias condiciones de la vida tienen circunstancias que explican a menudo que uno tenga reacciones de tristeza o desánimo.
¿El Prozac es contraproducente?
H.G.: Puede causar una alteración excesiva, ataques de ira, inducir al suicidio. En Estados Unidos hay juicios por casos así.
M.P.: El Prozac fue vendido en su día como un medicamento limpio porque aparentemente no tenía efectos secundarios. Ahora se sabe que no es así.
H.G.: Se ha llegado a promocionar como una forma de vida que cambia la personalidad. Unos se hacen la cirugía para mejorar físicamente y otros toman el Prozac para mejorar psíquicamente.
La Viagra es otro medicamento «milagroso».
H.G.: Era una medicación para un trastorno específico (la disfunción eréctil) y ahora se utiliza como droga recreativa.
M.P.: Otro fenómeno del que hablamos es que hay medicamentos que no están diseñados para curar determinadas enfermedades sino para estar mejor que bien.
¿Interesa más el fármaco que el paciente?
M.P.: El clínico pregunta al paciente en función del fármaco. No se escucha al paciente, no interesan las circunstancias de su vida, sus problemas personales.
H.G.: Escuchar al paciente requiere mucho más esfuerzo. Además, a veces, el propio paciente está contento de concebir su problema en términos bioquímicos. De esta forma, quedan eximidos de la responsabilidad que ellos tienen acerca de cómo les va la vida. Piensan: «Algo va mal en mi cerebro y yo no tengo la culpa». Justifican lo que a uno le pasa por una causa moralmente neutra, que es el cerebro. Al final, culpar al cerebro tranquiliza al paciente, a su familia y al médico.
M.P.: Ocurre a menudo en la escuela, con el llamado trastorno de hiperactividad.
¿Otro problema inventado?
M.P.: Es otro problema desmesurado al convertirse en un asunto médico cuando no está clara su naturaleza.
H.G.: Cualquier niño con un problema escolar acaba siendo diagnosticado como hiperactivo y se le trata a base de fármacos. Hay un problema añadido: muchos de esos fármacos sólo se han probado hasta ahora con adultos y se desconocen los efectos en los niños. También se están dando antipsicóticos a niños de 4 años que son muy agitados en clase y que acaban siendo diagnosticados con trastorno bipolar.
¿Cuál es el peligro de medicar a niños tan pequeños?
H.G.: Muchos fármacos alteran el crecimiento y el desarrollo cerebral. Pueden ser muy tóxicos.
M.P.: Dan más problemas que remedios al sistema nervioso. Y tienen un problema social: impiden que los padres o el profesor adopten las soluciones relevantes para el desarrollo de la personalidad o para el futuro desarrollo de adultos responsables.
¿Su libro es un alegato contra la psiquiatría?
H.G.: No. En todo caso, sería un alegato contra la psiquiatría biológica.
M.P.: Es un libro contra determinada psiquiatría obcecada en entender los trastornos mentales como enfermedades y la medicación como su principal tratamiento. La psiquiatría es plural y en ella hay tendencias muy críticas con la psiquiatría biológica y que defienden un punto de vista psicosocial, un punto de vista contextual o ambiental, que es el que nosotros defendemos. También criticamos todo enfoque psicológico que trate de ser individualista e interiorista.
¿Cuánto dinero se mueve con todo este tinglado?
H.G.: Billones. Las farmacéuticas son un «lobby» de presión político e industrial. Todo es escandaloso. Se manipulan los ensayos clínicos, se ocultan los resultados de algunos fármacos, las estadísticas de gente que se suicida por culpa de algunos medicamentos, se vende gato por liebre a las mejores revistas médicas. Hasta un 50% de los artículos los firman escritores-fantasma, «free-lance» que cobran por lanzar un fármaco.
¿Ha disminuido nuestro nivel de tolerancia ante las frustraciones de la vida?
M.P.: Sin duda. Muchísima gente va por ahí diciendo que tiene o ha tenido depresión y se refiere a aspectos que la generación anterior no sólo consideraría normales sino como una oportunidad de madurar en la vida.
H.G.: Se habla del síndrome premenstrual: determinados problemas de ansiedad antes de la regla que acaban siendo tratados farmacológicamente. Lo increíble es que desde hace sesenta años no se han descubierto novedades farmacológicas que tengan eficacia.
M.P.: Desde los años ochenta, los fármacos de última generación son lanzamientos comerciales. No obedecen a descubrimientos médicos o científicos.
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